Dracorumtales
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EL CANSADO VIAJERO DE STOCKLIFF

Una oscura y gélida noche de tormenta se cernía sobre una
ciudad desierta. Azotadas por el estruendoso resplandor de
relámpagos furiosos, las gotas de lluvia impactaban contra calles
y muros de piedra como los latigazos de un cruel esclavista sobre
la espalda de sus siervos. Los árboles bailaban a merced del
embravecido viento y los animales que no tenían un hogar al que
regresar buscaban con ansia un refugio en el que dar reposo a sus
cansados huesos.

Fue entonces cuando alguien llamó a las puertas de la taberna;
tres golpes que resonaron como un eco fantasmal, recorriendo
cada rincón.

El tabernero, que había cerrado aquella noche a causa de una
superstición local, se asomó desde el piso de arriba.

—¡Está cerrado! —bramó, con una mezcla de temor y autoridad
en el tono de su voz.

Tres golpes más agitaron nuevamente la puerta, ignorando el
aviso del dueño del establecimiento.

—Maldita sea… —se lamentó el tabernero, susurrando—. ¡He
dicho que está cerrado! —insistió.

Los golpes se repitieron, acompañados esta vez por un atronador
relámpago.

—Mierda… —maldijo el tabernero mientras bajaba por las
escaleras, que crujían con una carcajada siniestra a cada peldaño
que descendía.

El asustadizo hombre agarró un robusto palo de madera y se
acercó con cuidado a la puerta para abrir la mirilla y observar qué
era lo que estaba golpeando su puerta con tanta insistencia.

Lo que sus ojos pudieron ver fue a un anciano a punto de
desplomarse frente a él, abrigado tan solo con unas mugrientas
ropas de viaje y una capa color tierra, empapada y fría a causa de
su largo camino.

—¿Hay aquí un techo para un cansado viajero de la lejana

Stockliff? —preguntó el anciano, al borde del desmayo.

—Por los dioses… —susurró el tabernero, soltando el palo y
apresurándose a abrir sus puertas a aquel pobre hombre desvalido.

El tabernero sujetó el extenuado cuerpo del viejo cuando este se
derrumbó sobre él.

—¿Está bien, señor? ¿Qué ha ocurrido?

—Tan solo… Tan solo necesito descansar unas horas…

—Le acompañaré a una habitación, no se preocupe. —afirmó el
tabernero—. ¿A qué ha venido hasta Draconia? —preguntó, a la
par que le sujetaba, apoyando el brazo del anciano sobre su cuello.

—He de encontrarme con alguien… Un pariente…

—Comprendo. Debe ser alguien muy especial.

—Lo es.

Llegaron a una habitación cálida y confortable en el piso de arriba.

—Póngase cómodo, voy a encender la chimenea —declaró el
dueño de la taberna, mientras apilaba leña cuidadosamente en el
hogar—. No esperaba clientes esta noche, de modo que no tenía
nada preparado, pero aún así, este cuarto se mantiene caliente… Y
tiene buenas vistas, aunque ahora no pueda disfrutarlas —bromeó.

—Gracias por su amabilidad —señaló el anciano.

—Bueno… Pues esto ya está —dijo el tabernero, sacudiéndose
las manos a la par que se levantaba, una vez el fuego comenzó a
crepitar—. ¿Puedo ayudarle en algo más, señor…?

—Lao, Lao Sifu —interrumpió el anciano—. No se preocupe.
Ya ha hecho mucho. Ahora, si no le importa, quisiera estar un rato
a solas, por favor.

—Bien. No le molesto más. Si necesita algo más sólo tiene que
avisarme.

—Muy amable —se despidió el anciano, con una cortés
reverencia.

Pasaron un par de horas. La luz de los relámpagos que se colaba
entre los huecos de la madera indicaba que la furia y la bravura
de la tormenta crecían cada vez más y el gélido viento que soplaba
helaba hasta los huesos, ahogando los aullidos lastimeros de las
criaturas que buscaban sin éxito cobijo.

El tabernero esparció paja por el suelo y encendió después otro
fuego en el piso inferior para combatir el helador temporal.

Mientras continuaba con sus quehaceres para tenerlo todo listo
para la mañana siguiente la puerta volvió a estremecerse.

—¡Está cerrado! ¡Abriré por la mañana!

La puerta se abrió de golpe, empotrándose bruscamente contra
la pared, a causa de una patada.

—Ahora no… Ya está abierto— dijo un hombre, con sonrisa
burlona, mientras otros cuatro más entraban.

—¿Qué… qué es esto? ¿Qué hacen aquí? —preguntó el tabernero,
con voz temblorosa.

Los cinco hombres le rodearon y el mismo que había golpeado
la puerta habló con tono amenazante.

—Somos soldados enviados por el Cielo. Estamos buscando a
un hombre… Parece un viejo inofensivo, pero en realidad es un
peligroso asesino. Tenemos testigos que afirman haberle visto
entrar en este establecimiento…

—No… ya le he dicho que aquí no hay nadie… Está… está
cerrado…

El hombre se inclinó, queriendo intimidar aún más al tabernero.
—¿Sabe cuál es el castigo por ocultar a un renegado? ¿O acaso
le ha amenazado? Si es así podemos protegerle…

—Aquí no hay nadie… —insistió el tabernero.

—Eso espero, por su propio bien… —amenazó el líder de
aquella siniestra cuadrilla—. Registradlo todo —ordenó a sus
compañeros.

El dueño de la taberna se quedó con el alma encogida y
maldiciéndose a sí mismo por haber abierto la puerta aquella
noche, deseando que ese no fuera su último error.

Los cinco hombres empezaron a destrozarlo todo bajo la
impotente mirada de su víctima hasta que algo golpeó a uno de
ellos desde las sombras, derribándolo.

—¡¿Quién coño ha sido?! ¡Sal y da la cara, cabrón!

El anciano apareció desde lo más oscuro de la habitación con
una mirada penetrante, estudiando a todos y cada uno de los
hombres que estaban amenazando a su benefactor.

El mercenario caído se levantó y cargó furioso contra el viejo.
—¡Vas a morir, desgraciado!

El anciano esquivó sin ningún problema el embate y le hizo
una llave a su contrincante que acabó por derribarlo nuevamente,
empotrándolo contra una de las mesas.

Otro más se acercó a por él, dispuesto a clavarle un puñal. El
viejo maestro giró sobre sí mismo para aprisionar el brazo de su
atacante bajo el suyo propio. Acto seguido le dio un codazo que le
rompió la nariz y le robó el arma, para degollarle con esta instantes
después.

Tras esto lanzó el puñal contra el corazón de su primer oponente,
que se disponía a atacarle por la espalda, segando otra vida más.

—¡Te voy a matar! —sentenció otro de los hombres, mientras se
lanzaba colérico al ataque.

Cada golpe que descarga el mercenario era hábilmente
bloqueado y contraatacado por al anciano, hasta que el atacante
fue derribado, mientras el maestro adoptaba una pose de combate.

El viejo se lanzó al ataque, propinando golpes imparables a los
tres mercenarios hasta que las vidas de estos se apagaron a causa
de los impactos mortales que sufrieron.

El anciano relajó su pose y respiró hondo mientras posaba su
vista en el tabernero, que, presa del pánico, retrocedió un par de
pasos hasta perder el equilibrio y caerse de culo.

—No se preocupe. No voy a hacerle daño —dijo acercándose a

él y tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse.
Su benefactor dudó unos instantes, pero en sus ojos vio algo
más que la fiereza del combate. Eran unos ojos compasivos, unos
ojos tristes que habían visto demasiada muerte como para desear
añadir una más a su conciencia de manera gratuita, de modo que
acabó aceptando su mano.

—¿Quién…? ¿Quién es usted?

El anciano se dio la vuelta y buscó una mesa donde apoyar un
ajado libro que llevaba consigo.

—Sólo soy un cronista… viejo y hastiado. El único arma que me
verá esgrimir será mi pluma… Pero es lo bastante poderosa como
para comprometer a ciertos círculos, que pagarían gustosos una
cuantiosa suma por mi cabeza.

—Esos mercenarios han dicho que los enviaba el Cielo… ¿Cómo
es posible tal afirmación? —dudó el tabernero.

El viejo maestro abrió el libro, colocó junto a él unos útiles de
escritura y se acomodó en el asiento.
Tras pedir una jarra de aguamiel suspiró y cruzó su mirada con
el que sería el testigo de su confesión.
—Si me lo permite, le contaré un relato que dista mucho de la
realidad que conoce…

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