Kandar era un cazador y un guerrero orgulloso. Además, era también uno de los hombres más fieros y aguerridos de Stockliff Norte. Como cada mañana, el fornido bárbaro salió a cazar, despidiéndose de su mujer e hija.
Aquel día no fue al bosque; y no por no querer toparse con tropas imperiales. No, ese día partió a las montañas en busca de mejores presas y en busca de un regalo para su hija. A la niña le encantaban las flores que crecían en los Montes Dracus Teedah, las dalias de nieve; y tal sería un regalo perfecto. El nombre de su hija, Dalia, se debía precisamente a esa delicada flor.
Dado que había empezado a florecer en esa época, la época en que su hija cumplía los años, el bárbaro buscó la más hermosa de todas. Fue entonces cuando su corazón se encogió de golpe, pues contempló un humo negro que cubría su aldea. Con los fuegos de la guerra tan cerca de su hogar, temió que el imperio hubiera llegado finalmente a Stockliff.
Kandar corrió desesperado, imprimiendo más fuerza a sus zancadas con cada metro recorrido. Le faltaba el aire y su corazón trotaba a un ritmo tan elevado que bien podía haberse confundido con un tambor de guerra.
Sus ojos estaban fijos en el horizonte, mientras su alma deseaba poder abandonar su prisión carnal y volar hasta su tierra.
El guerrero regresó veloz a su aldea, pero lo que le recibió le paralizó en seco. El poblado ardía, consumido por las llamas de una batalla cruel y despiadada.
Los bárbaros luchaban con pasión y valentía, pero nada podían hacer ante un ejército formado no sólo por hombres, sino también por grotescas criaturas que no supo reconocer.
No se lo pensó más. Esgrimió su hacha martillo y lo hizo volar, entonando una canción de ira al surcar el campo de batalla. Con los gritos furibundos de su amo como compás, el “Mata Reyes” aplastó cráneos y cercenó extremidades.
Kandar bailó al son de su arma, ansiando satisfacer la sed de sangre de esta; mas cuando los últimos acordes llegaron por fin, el bravo luchador cayó derrotado sin haber recibido si quiera un solo golpe.
El corpulento guerrero se arrastró por la tierra al ver en el suelo a una niña de cabellos cenicientos. Su angustia creció hasta que le aprisionó el corazón en el pecho para destrozarlo posteriormente. Dalia, su dulce Dalia, yacía inerte en medio de un charco de sangre.
Kandar le dio la vuelta y, cuando supo que sus ojos no se abrirían nunca más, gritó como si su alma hubiera sido torturada en el Infierno. Sus gritos y sus llantos se fundieron en un trágico abrazo, estremeciendo cielo y tierra.
El guerrero estrechó por última vez a su hija entre sus poderosos brazos y le colocó una última flor en el pelo. Los pétalos blanquecinos de la dalia de nieve se fundieron con los cabellos de la pequeña, hasta que se empaparon en lágrimas y sangre.
De pronto, otro grito captó su atención. Felia, su esposa, gritó desde los confines de la aldea. Kandar recogió su arma y se abrió camino hasta el origen de los gritos, en medio de una orgía de sangre y destrucción que él mismo fue sembrando.
Los lamentos de la mujer eran enloquecedores. Llantos y gritos desesperados se confundían con el gemido del cruel viento que inundaba Stockliff de sangre y ceniza.
Felia luchó por su vida, se revolvió como buena guerrera que era, pero el ejército de monstruos que le había rodeado le sobrepasó. Trató de llevarse con ella a cuantos invasores pudo, mas las heridas que acumulaban su carne y sus huesos terminaron por hacer mella, justo en el momento en el que sus ojos llorosos se cruzaron con los de su marido.
Kandar, ansioso por llegar junto a la única que persona que le quedaba, se abrió camino, hasta que una hueste de monstruos le cerró el paso como una muralla. Conocedores del daño que estaban causando, las criaturas que estaban cerca de Felia, empezaron a torturarla, despellejándola poco a poco.
Los gritos de su mujer, sufriendo lo indecible, a escasos metros de él, hacían que Kandar perdiera constantemente la concentración. Más preocupado por cruzar los escasos metros que le separaban de su esposa, el bárbaro atacaba torpemente a unas criaturas que no pretendían matarle, sino divertirse a costa del momento, de prolongar el sufrimiento de sus juguetes.
Por fin, Kandar logró asestar un golpe que le hizo abrirse camino, mas cuando estaba a punto de llegar a su objetivo, algo le golpeó por detrás, causando que perdiera el conocimiento.
Kandar despertó sin saber cuánto tiempo había pasado. Su pueblo había sido arrasado y consumido por las llamas. El guerrero se encontraba consumido por la culpa, que le devoraba el alma. Quiso gritar, quiso llorar, quiso matar y quiso morir, pero nada de eso ocurrió.
Tras incorporarse, se dio cuenta de que el punto en el que su mujer había estado no estaba empapado en sangre; al menos de no de tanta como para haberle causado la muerte. Entonces, se percató también de que había un rastro, como si alguien hubiera sido arrastrado. Ese rastro conducía hasta la orilla del río y, después, se perdía en el bosque.
Kandar tomó de nuevo su Mata Reyes y partió, con el objetivo de encontrar a la única familia que le quedaba.